viernes, 25 de julio de 2008

Cienciaintuición, Izaskun Legarza

Para Ana, niña-animal polivalente
que me presta, a veces,
fragmentos de su curiosa mirada.
Llegó a su cita con la puntualidad esperada en alguien de su condición. Iba, como era costumbre en sus escasas apariciones públicas, impecablemente vestida. Traje de chaqueta negro, zapatos cerrados de punta afilada y tal vez excesivos tacones a juzgar por los destellos que irradiaban bajo el pantalón y, completando el conjunto, un vistoso pañuelo de seda roja. Le era habitual llevar en el cuello ese tipo de complementos: pañuelos, fulares, cintas, bufandas... Siembre había, bajo su afilado mentón, un delicado accesorio que contrastaba con su negra melena rizada y la dotaba de un especial aire de distinción. Saludó correcta a su comité de bienvenida y se dirigió con paso firme, aunque forzado, hacia la cafetería. Allí tomó asiento junto a un pequeño grupo de conocidos decidida a entablar cualquier desenfadada charla que le permitiera sobrellevar la siempre angustiosa espera.
Conocía bien la situación. Aunque era muy joven.
En efecto, su apariencia era la de una mujer apenas cercana a los treinta años. Pero su experiencia la había convertido en una profesional de este tipo de actos pues hacía ya casi un año que sus descubrimientos en el campo de la oceanografía la habían elevado a la cúspide de la comunidad científica internacional. Fue un emerger súbito y muy comentado que le acarreó, entre otras engorrrosas consecuencias, la obligación aparentemente incesante de figurar en casi todo tipo de entrevistas. Sabía bien del chasquido metálico de las cámaras, de los estridentes pitidos de los micrófonos, de los carraspeos y de las preguntas (demasiadas veces ajenas a sus investigaciones) que la obligarían a mentir de nuevo. Conocía bien el cegador fogonazo de los flashes: ¡estaba habituada! Como lo estaba, aunque no se resignaba a aceptarlo, al frecuente retraso de los politiquillos, gestores culturales (ridícula denominación a su parecer), autoridades locales, expertos en divulgación científica (sobre esta supuesta especialidad prefería no pensar), profesores mediocre y demás fauna mediática. El retraso, los retrasos, eran consustanciales a la presentación de cualquier descubrimiento, como lo era su necesidad de ser puntual. Miró el reloj con disimulada inquietud y palpó cuidadosamente el apreciado vital dispositivo que permanecía oculto bajo su chaqueta. Respiró hondo. Sus cálculos siempre sobrepasaban la peor de las esperas reales. El mecanismo estaba funcionando y pudo comprobar que tenía reservas más que suficientes.
Respiró tranquila esbozando una sonrisa.
Numerosos periodistas esperaban el inicio del acto que, sin contar con la opinión de la ponente, se había convocado abierto al público. Precedida por algunos gerentes, representantes municipales y otros elementos totalmente ajenos a su ecosistema, entró ella. Fuen una entrada en escena lenta y segura que llenó la sala de silencio. Tomó asiento en la silla central tras la negra amplia mesa. Una vez más la función iba a comenzar. La joven científica adoptó una actitud serena ante los micrófonos que la asediaban invadiendo densamente su espacio y se dispuso a soportar, con inhumana paciencia, las presentaciones repletas de ignorantes halagos que sabía le harían aquellos burócratas administradores de la cultura: de la ciencia: del saber que jamás alcanzarían. Ellos los encorbatados. Ellos nerviosos, recurriendo constantemente a sus vasos de agua sin lograr apagar el deseo del prohibido cigarrillo. Ella, la sonriente. Ella erguida sobre la solidez de sus conocimientos, con su mirada perdida sobre ese público que la luz no le permitía distinguir pero que podía intuir por las ondas emanadas de pequeños cambios de postura en las sillas, tosecillas y cuchicheos. Todo normal. Todo como siempre excepto porque ¡había una niña entre los espectadores! Sí. Entre el público había detectado a una niña pequeña, tal vez de siete años, una niña curiosa que le hizo sentir que aquella ponencia sería distinta a las demás, que tendría sentido. Le gustaban los niños. Le gustaba la infancia. Estaba sinceramente coonvencida de que los niños eran científicos puros, los únicos seres con intuición suficiente para comprender los grandes descubrimientos, los únicos capacitados para entenderla.
Al fin le cedieron la palabra y pudo saludar modulando cuidadosamente su voz para que los encorvados micrófonos no se la delvovieran desconocida. Agradeció a los organizadores del evento, a los medios de comunicación presentes, al público en general y a la atenta niña. A todos les agradeció por haber acudido a aquella precipitada convocatoria, por las atenciones que le brindaban, porque el protocolo lo exigía. Tras los cumplimientos la joven científica pasó a disertar brevemente (apenas diez minutos) sobre sus últimos descubrimientos en el campo de la vida abisal. Su mano izquierda reposaba junto al oculto dispositivo que se mantenía tranquilizadoramente rítimico bajo su chaqueta. Finalizó la asombrosa ponencia y se a brió el debate. La experta respondió las más que predecibles preguntas de los periodistas: ¿cuándo se originó su pasión por los mundos submarinos?, ¿qué autores considera maestros suyos?, ¿cuántos miembros tiene su equipo de investigación?, ¿quién financia sus investigaciones?, ¿...?
La rueda de prensa concluyó. Los técnicos recogían bártulos variados cuando la joven científica se fijó en la niña que permanecía sentada con su manita levantado y los la mirada fija en los grises ojos de la oceanógrafa.
-¿Por qué le gustan tanto los pañuelos?
-...
Las burbujas aletearon bajo la seda roja ante la sonrisa cómplice de la niña.
-Saluda de mi parte, dijo la pequeña. Pronto bajaré con ustedes.

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