MAMICIDIO
O
ADIÓS MAMÁ
O
CLORO ROJO
un relato de Sireia
Lo que más le fastidiaba de las novelas que solía leer eran, invariablemente, sus finales.
Y su final, ahora que se aproximaba, le parecía tan previsible que su vida se tornó en un cuento insulso y sin demasiado sentido.
Y ahora, al mirar aquel cuadro donde una desconocida flotaba bocaabajo en un estanque, recordó el porqué se iba así. El origen de su decisión, ya lejana. Se preguntó, una vez más, antes de quitarse la vida, qué clase de madre podría haber hecho lo que le había hecho la suya cuando apenas comenzaba a vivir.
Apartó la mirada del cuadro, y se permitió recordar la macabra escena con cierta morbosidad, con la amarga sonrisa de un rostro acabado: su madre, con aquel minúsculo y ridículo bikini verdoso que colgaba de su enteco cuerpo de drogadicta; y ella, tan solo una niña, jugando con su madre en aquella piscina comunitaria a mojarse con pistolas de agua.
Sólo que la suya no era para jugar.
Sólo que la suya pesaba un poco más de la cuenta.
"Mamá, ésta, ¿echa agua?" y su madre, con risa histérica, corría alrededor de la piscina, con la otra pistola de agua, de color gris también, aunque más grande, más aparatosa... más de juguete. "¡Apunta y verás renacuaja!" Las palabras se escurrían por su boca de fresa. En su frenesí, resbaló en un charco que rodeaba la piscina. Cayó de culo, y rió con estridencia, revolcándose por el bordillo de la piscina. Luedo se puso de pie de nuevo, o lo intentó, porque el ataque de risa no la dejaba incorporarse. Hacía sol, y calor. No había nadie más que ellas en la piscina. No había nadie cerca. La niña miraba a su madre, y se reía un poquito; la apuntaba mientras con la pesada pistola. La madre consiguió ponerse en pie, y se acercó al trampolín con pasos vacilantes. "Estás lejos mamá: así no va a llegar el chorrito de agua", se quejaba la niña. "Sí llega, mi vida, apunta, apunta y dispara, ¡y verás!" Y vuelta a reír. La madre bajó su arma, y la miró de frente. "¿No vas a probar?" le espetó de pronto, parando de reír. La niña contestó de nuevo que no llegaría. "Pues acércate, por todos los santos! ¿Acaso eres como tu padre, una cobarde?" La niña se acercó y miró a su madre a los ojos. "No soy una cobarde". Sonrió con ternura a su madre y añadió: "¡Ahora verás mami!"
Y acto seguido, disparó.
El inocente chorrito de agua que esperaba se transformó en un estruendo que le quebró el oído. La bala salió disparada. Estalló la cabeza de la madre. Su cuerpo inerte cayó, y la sangre salpicó todo: los bordes de la piscina, el agua, la inocencia.
Y la hija, sosteniendo todavía la pistola en las manos, sólo pudo balbucer "no soy una cobarde".
El ruido de un relámpago la devolvió al presente. Cerró los ojos, y dejó que el veneno del recuerdo, mezclado con el real, corriese agriamente por su lengua. Luego, por su garganta. Todo su ser anhelaba descanso. "No soy una cobarde" se recordó a sí misma. Las cobardes eran mujeres como su madre: que veían la muerte como única alternativa para salir de una mala vida. De una vida difícil que ellas mismas se habían buscado, y que no querían cambiar pese a las oportunidades que tenían. Ella, sin embargo, era decente: había cuidado a sus hijos, les había dado la mejor educación posible, todo su cariño, todo su tiempo. Ahora, los hijos eran mayores, y ella un trasto abandonado. Le llegaba la hora pero no quería morir en un hospital. El asilo que la alojaba se había convertido en su único hogar aquellos últimos meses, y decidió que era un buen momento para irse. "La cobarde era ella, porque abandonó" se dijo de nuevo. Miró otra vez el cuadro: parecía que alguien quisiera recordarle que el suicidio no era la única opción para dejar este mundo, pero quizás sí, la menos cobarde. Son rió, y no puedo evitar pensar de nuevo que su madre, estuviese donde estuvieses, era la auténtica cobarde, mientras que ella sí había luchado por salir adelante. A la mañana siguiente la encontraron desmadejada sobre la cama del asilo, con la mirada perdida en aquel cuadro tan horripilante que nadie deseó en su habitación.
Y sin embargo, ella sí supo apreciar la imagen.
La imagen de su vida.
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